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Reflexiones

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¡Nasruddin ha muerto!

Se hallaba en cierta ocasión Nasruddin -que tenía su día filosófico- reflexionando en alta voz: «Vida y muerte...¿quién puede decir lo que son?». Su mujer, que estaba trabajando en la cocina le oyó y dijo: Â«Los hombres sois todos iguales, absolutamente estúpidos. Todo el mundo sabe que cuando las extremidades de un hombre están rígidas y frías, ese hombre está muerto».

 

Nasruddin quedó impresionado por la sabiduría práctica de su mujer. Cuando, en otra ocasión, se vio sorprendido por la nieve, sintió cómo sus manos y sus pies se congelaban y se entumecían. «Sin duda estoy muerto», pensó. Pero otro pensamiento le asaltó de pronto: «¿Y qué hago yo paseando, si estoy muerto?

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Debería estar tendido, como cualquier muerto respetable». Y esto fue lo que hizo. Una hora después, unas personas que iban de viaje pasaron por allí y, al verle tendido junto al camino, se pusieron a discutir si aquel hombre estaba vivo o muerto. Nasruddin deseaba con toda su alma gritar y decirles: «Estáis locos. ¿No veis que estoy muerto? ¿No veis que mis extremidades están frías y rígidas?».

 

Pero se dio cuenta de que los muertos 'no deben hablar. De modo que refrenó su lengua. Por fin, los viajeros decidieron que el hombre estaba muerto y cargaron sobre sus hombros el cadáver para llevarlo al cementerio y enterrarlo. No habían recorrido aún mucha distancia cuando llegaron a una bifurcación.

 

Una nueva disputa surgió entre ellos acerca de cuál sería el camino del cementerio. Nasruddin aguantó cuanto pudo, pero al fin no fue capaz de contenerse y dijo: «Perdón, caballeros, pero, el camino que lleva al cementerio es el de la izquierda. Ya sé que se supone que los muertos no deben hablar, pero he roto la norma sólo por esta vez y les aseguro que no volveré a decir una palabra».

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Cuando la realidad choca con una creencia rígidamente afirmada, la que sale perdiendo es la realidad. 

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Libro: El canto del Pájaro

Antonhy de Mello

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El pescador satisfecho

El rico industrial del Norte se horrorizó cuando vio a un pescador del Sur tranquilamente recostado contra su barca y fumando una pipa.

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¿Por qué no has salido a pescar?», le preguntó el industrial.

 

«Porque ya he pescado bastante por hoy», respondió el pescador.

 

«¿Y por qué no pescas más de lo que necesitas?», insistió el industrial. «¿Y qué iba a hacer con ello?», preguntó a su vez el pescador.

 

«Ganarías más dinero», fue la respuesta. «De ese modo podrías poner un motor a tu barca. Entonces podrías ir a aguas más profundas y pescar más peces. Entonces ganarías lo suficiente para comprarte unas redes de nylon, con las que obtendrías más peces y más dinero. Pronto ganarías para tener dos barcas... y hasta una verdadera flota. Entonces serías rico, como yo».

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«¿Y qué haría entonces?», preguntó ' de nuevo el pescador.

 

«Podrías sentarte y disfrutar de la vida», respondió el industrial.

 

«¿Y qué crees que estoy haciendo en este preciso momento?», respondió el satisfecho pescador.

 

Es más acertado conservar intacta la capacidad de disfrutar que ganar un montón de dinero.

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Libro: El canto del Pájaro

Antonhy de Mello

Buscar en lugar equivocado

Un vecino encontró a Nasruddin cuando éste andaba buscando algo de rodillas. «¿Qué andas buscando, Mullab?».

«Mi llave. La he perdido».

 

Y arrodillados los dos, se pusieron a buscar la llave perdida. Al cabo de un rato dijo el vecino: «¿Dónde la perdiste?». «En casa».

 

«¡Santo Dios! Y entonces, ¿por qué la buscas aquí?».

«Porque aquí hay más luz».

 

¿De qué vale buscar a Dios en lugares santos si donde lo has perdido ha sido en tu corazón?

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Libro: El canto del Pájaro

Antonhy de Mello

Las campanas del templo

El templo había estado sobre una isla, dos millas mar adentro. Tenía un millar de campanas. Grandes y pequeñas campanas, labradas por los mejores artesanos del mundo. Cuando soplaba el viento o arreciaba la tormenta, todas las campanas del templo repicaban al unísono, produciendo una sinfonía que arrebataba a cuantos la escuchaban.

 

Pero, al cabo de los siglos, la isla se había hundido en el mar y, con ella, el templo y sus campanas.

 

Una antigua tradición afirmaba que las campanas seguían repicando sin cesar y que cualquiera que escuchara atentamente podría oírlas. Movido por esta tradición, un joven recorrió miles de millas, decidido a escuchar aquellas campanas. Estuvo sentado durante días en la orilla, frente al lugar en el que en otro tiempo se había alzado el templo, y escuchó, y escuchó con toda atención. Pero lo único que oía era el ruido de las olas al romper contra la orilla. Hizo todos los esfuerzos posibles por alejar de sí el ruido de las olas, al objeto de poder oír las campanas. Pero todo fue en vano; el ruido del mar parecía inundar el universo.

 

Persistió en su empeño durante semanas. Cuando le invadió el desaliento, tuvo ocasión de escuchar a los sabios de la aldea, que hablaban con unción de la leyenda de las campanas del templo y de quienes las habían oído y certificaban lo fundado de la leyenda. Su corazón ardía en llamas al escuchar aquellas palabras... para retornar al desaliento cuando, tras nuevas semanas de esfuerzo, no obtuvo ningún resultado.

 

Por fin decidió desistir de su intento. Tal vez él no estaba destinado a ser uno de aquellos seres afortunados a quienes les era dado oír las campanas. O tal vez no fuera cierta la leyenda. Regresaría a su casa y reconocería su fracaso. Era su último día en el lugar y decidió acudir una última vez a su observatorio, para decir adiós al mar, al cielo, al viento y a los cocoteros. Se tendió en la arena, contemplando el cielo y escuchando el sonido del mar. Aquel día no opuso resistencia a dicho sonido, sino que, por el contrario, se entregó a él y descubrió que el bramido de las olas era un sonido realmente dulce y agradable. Pronto quedó tan absorto en aquel sonido que apenas era consciente de sí mismo. Tan profundo era el silencio que producía en su corazón...

 

¡Y en medio de aquel silencio lo oyó! El tañido de una campanilla, seguido por el de otra, y otra, y otra... Y en seguida todas y cada una de las mil campanas del templo repicaban en una gloriosa armonía, y su corazón se vio transportado de asombro y de alegría.

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Si deseas escuchar las campanas del templo, escucha el sonido del mar. Si deseas ver a Dios, mira atentamente la creación. No la rechaces: no reflexiones sobre ella. Simplemente, mírala.

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Libro: El Canto del Pájaro

Anthony de Mello

Consciencia Constante

Ningún alumno Zen se atrevería a enseñar a los demás hasta haber vivido con su Maestro al menos durante diez años. Después de diez años de aprendizaje, Tenno se convirtió en maestro.

 

Un día fue a visitar a su Maestro Nan-in. Era un día lluvioso, de modo que Tenno llevaba chanclos de madera y portaba un paraguas.

 

Cuando Tenno llegó, Nan-in le dijo: «Has dejado tus chanclos y tu paraguas a la entrada, ¿no es así?

Pues bien: ¿puedes decirme si has colocado el paraguas a la derecha o a la izquierda de los chanclos?».

 

Tenno no supo responder y quedó confuso. Se dio cuenta entonces de que no había sido capaz de practicar la Conciencia Constante. De modo que se hizo alumno de Nan-in y estudió otros diez años hasta obtener la Conciencia Constante.

 

El hombre que es constantemente consciente, el hombre que está totalmente presente en cada momento: ése es el Maestro

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Libro: El canto del Pájaro

Antonhy de Mello

El pequeño pez

«Usted perdone», le dijo un pez a otro, «es usted más viejo y con más experiencia que yo y probablemente podrá usted ayudarme. Dígame: ¿dónde puedo encontrar eso que llaman Océano? He estado buscándolo por todas partes, sin resultado».

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«El Océano», respondió el viejo pez, «es donde estás ahora mismo».

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«¿Esto? Pero si esto no es más que agua... Lo que yo busco es el Océano», replicó el joven pez, totalmente decepcionado, mientras se marchaba nadando a buscar en otra parte.

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Deja de buscar, pequeño pez. No hay nada que buscar. Sólo tienes que estar tranquilo, abrir tus ojos y mirar.

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Libro: El canto del Pájaro

Antonhy de Mello

Cuento: El canto del pájaro

Los discípulos tenían multitud de preguntas que hacer acerca de Dios.

 

Les dijo el Maestro: «Dios es el Desconocido y el Incognoscible. Cualquier afirmación acerca de Él, cualquier respuesta a vuestras preguntas, no será más que una distorsión de la Verdad».

 

Los discípulos quedaron perplejos: «Entonces, ¿por qué hablas sobre Él?». «¿Y por qué canta el pájaro?», respondió el Maestro.

 

El pájaro no canta porque tenga una afirmación que hacer. Canta porque tiene un canto que expresar.

Las palabras del alumno tienen que ser entendidas. Las del Maestro no tienen que serlo. Tan sólo tienen que ser escuchadas, del mismo modo que uno escucha el viento en los árboles y el rumor del río y el canto del pájaro, que despiertan en quien lo escucha algo que está más allá de todo conocimiento.

Que no puede ser conocido o comprendido.

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Anthony de Mello

El Canto del Pájaro

Cuento: Una vital diferencia

Le preguntaron cierta vez a Uwais, el Sufí: «¿Qué es lo que la Gracia te ha dado?». Y les respondió:

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«Cuando me despierto por las mañanas, me siento como un hombre que no está seguro de vivir hasta la noche».

 

Le volvieron a preguntar:

«Pero esto ¿no lo saben todos los hombres?». Y replicó Uwais: «Sí, lo saben, Pero no todos lo sienten».

 

Jamás se ha emborrachado nadie a base de comprender intelectualmente la palabra VINO.

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Libro: El Canto del Pájaro

Anthony de Mello

Cuento: Come tú mismo la fruta

En cierta ocasión se quejaba un discípulo a su Maestro: «Siempre nos cuentas historias, pero nunca nos revelas su significado» El Maestro le replicó: «¿Te gustaría que alguien te ofreciera fruta y la masticara antes de dártela?».

 

Nadie puede descubrir tu propio significado en tu lugar. Ni si quiera el Maestro.

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Anthony de Mello

(Libro: El canto del pájaro)

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